Publicado en La Diaria el 30 de Julio. 2019
"Una nena muy blanca". Mariana Komiserof. Emecé. 2019 |
Considerando el
panorama de la literatura latinoamericana, en general fermental y explosiva,
especialmente después de los 90, quizá la colección de autores argentinos es la
que encabeza la lista de lo más interesante relacionado con la producción.
Desde hace algún tiempo, el costado femenino/queer de lo escrito en
el país de Homero Manzi ha dado una selección que, consecuente con la historia
del arte de nuestros vecinos, puede salir a competir con cualquiera en el
mundo, con resultados airosos (algo similar pasa con las mujeres que escriben
en este país, aunque eso es tema de otra nota): lo cierto es que Argentina ha
soltado al mercado nombres como Mariana Enríquez, Claudia Piñeiro, Virginia
Feinmann, Elena Aníbali y Samanta Schweblin, entre otras, de manera muy
notable.
A la escueta lista
que puse de ejemplo sumamos, allá arriba, el nombre de María Moreno como una
peso pesado de la obra rioplatense. Jefa máxima, emperatriz y faraona de la
lengua escrita en crónica, autoficción, crítica y los géneros “traficados” que
tanto le gusta transitar. A todo esto, para ir sumándose al fogón, aparece
Mariana Komiseroff con su novela Una nena muy blanca, editada este
año por Emecé.
El conurbano
bonaerense se convierte en un escenario muy rico para contar historias dentro
de las letras actuales. Especialmente, la historia de Una nena muy
blanca tiene como protagonistas a tres mujeres –una madre y dos hijas–
que plantean una complicada red de afectos o desafectos para la creación de una
trama densa en cuanto a informaciones. El lector se mete en un panorama heavy de
violentos cariños para el regocijo pequeño de la gente pobre. Es que, por
momentos, las oscuridades que salen en cada una de ellas parecen la única forma
conocida de brindarse al otro, como si fueran mujeres amputadas a las que la
marginalidad volvió abyectas. Son parias de las sensaciones.
Todo comienza con
un flashback de resurrección. Como una crista obrera, Ely, una
de las protagonistas, muere en un accidente doméstico brutal pero resucita,
niñita rea, ante la atónita mirada de su madre, del doctor y de Gómez, su
padre, que es nombrado así por todos. Esa lejanía que dan el apellido y el
tiempo se deben a que en “el hoy” de la trama el hombre ha muerto, no sin antes
dejar instalado sobre las mujeres su fantasma de despotismo patriarcal, al que
siempre es mejor tener lejos.
Del mismo modo ha
desaparecido Verónica, la hermanastra de Ely y Jésica, que, según la madre de
estas dos últimas, ronda la estación de colectivos todos los días, o anda por
el barrio evitando saludar, o vive en España confundida en el recuerdo de la
madre, una vieja rancia que les roba a los ancianos del geriátrico donde
trabaja, para después maquillarlo de “regalos”, como premio ficticio de su buen
trato.
La mayor de las
hermanas protagonistas, Jésica, es una joven que intenta ganarse la vida sin
metáfora. Así, trabaja en situaciones de explotación y acoso en un restaurante
de country porteño, comiendo de las sobras y siempre
deslizándose sobre el filo de las violencias masculinas de su encargado, sus
compañeros de trabajo y su ex novio, Rodrigo.
Rodrigo es un
hippie cheto que habla del amor libre y de la revolución desde su comodidad
intelectual de progre que pertenece a la clase media baja. No obstante, no le
falta tiempo para ejercer sobre Jésica una violencia simbólica y concreta;
desde el engaño con otras mujeres hasta el baboseo cultural frente a las cosas
que su novia no comprende, o la insistencia para tener sexo cuando ella no
quiere. Tampoco le falta tiempo para ir a cenar con una cheta al restaurante
donde ella trabaja; una de esas que representan al sistema contra el que el
joven, revolucionario de morral, supuestamente lucha.
La figura de Gómez
es fundamental para develar el constructo masculino que aparece en la novela de
Komiseroff; violento, abusador, proveedor, dueño de todo, incluso de los
cuerpos que lo rodean. Allí se teje una maraña argumental muy intensa, de
oscuros recuerdos, de visitas al pasado en la mente o en la boca de las tres
mujeres que pintan un personaje sombrío, cargado de tintas para delinear a un
perverso.
En la narrativa
de Una nena muy blanca, las figuras masculinas aparecen muy bien
disecadas, logrando un efecto claro para entender que los hombres no aman a las
mujeres y, sin embargo, el texto nunca cae en una manera simplista de hacer la
crónica de los machos violentos. La manera de descubrir la sangre que mancha a
cada uno, el muerto de cada placar, es sutil e inteligente, y crece sobre las
raíces de una prosa atrapante y perfectamente construida. Para esto, la versión
de las protagonistas frente a cada historia varona se hamacará desde el deseo
al padecimiento en forma constante. Y El Paraguayo será el
único hombre que aparezca al frente de situaciones que intentan ser más
luminosas en los días de Jésica.
Mariana Komiseroff
maneja el thriller literario con maestría, y por eso Una
nena muy blanca es una “película” muy atrapante, una forma legible y
bella del misterio. Se trata de esa forma única de la literatura de convertir
lo brutal en placer; la alquimia de quitarle la culpa al voyeur. La
historia se entrega sola y la forma breve es un sopapo muy bien dado. Un
crescendo justo hacia un final que sobrepasa todos los bordes. Y como mirones,
es el momento justo para huir.
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