Además de histórica, la Sala Camacuá es engañosa. En su apretujada intimidad entran más de doscientas personas que, para el promedio de público normal en un espectáculo montevideano, es una cifra muy respetable. La conozco bien porque he sabido fracasar en su escenario. Pero esta vez vengo como espectador en lo que, para mí, es casi un experimento.
En esa forma adictiva que propuso Instagram llamada “reel”, me encontré con algunos videos de Martin Dardik, más conocido como El Trinche, que, para un público más joven que yo y para mis coetáneos sin dignidad con Tik Tok, era alguien bien popular. Yo di con fragmentos de su show de comedia y sus chistes se me pegaron de inmediato como lo que son; arañas maliciosas que, detrás de un aspecto de niñato, hacen que se le perdone todo. El Trinche tiene veinticinco años pero sus chistes parecen venir de más atrás, de una vida mucho más larga. Son chistes con cierta nostalgia. Tanta que hacen que tenga seguidores fieles con el doble de su edad y con algunos años más también.
Un año atrás, más o menos, se incorporó a la
programación de Luzu TV, el proyecto de Nicolás Ochiatto, como parte del
programa “Antes que nadie” que comparte junto a Diego Leuco, Mica Vázquez y
Yoyi Francella, ahí se lo pudo ver más seguido, además de la cantidad de
entrevistas que empezó a brindar una vez terminada la cuarentena, donde la
pandemia lo puso en los primeros lugares de consumo de entretenimiento virtual.
Acá estoy yo. Tengo la edad de Cristo y ya me
siento crucificado por las miradas del resto de su público. Llegué temprano a
la primera de las dos funciones que dio el viernes pasado -28 de julio- en la
sala antes mencionada. Hago una fila con chicos y chicas que tienen una edad
más cercana a la del convocante del “mitin” (así llama El Trinche a sus
funciones). Para no desentonar en alguna de las cosas, saco el teléfono y hago
pavadas; aprovecho para pagar compras online, juego con alguna app, anoto ideas
en mi block virtual. Si vieran lo que hago, también desentonaría. Vine vestido
como un jubilado y hago cosas de jubilado en el celular. El resto, por lo que
escucho, manda mensajes, postea historias en Instagram, se comunica con otras
personas que están por llegar. Antes de que el frío de la rambla que se choca
con el Templo Inglés nos siga castigando, un funcionario de la sala nos permite
entrar al hall. Allí también hago lo mío; me siento y observo desde mi lugar en
la fila.
Hay un cierto prejuicio respecto a los
consumidores de Luzu TV. Suele decirse que son siempre jóvenes de entre unos
diecisiete a treinta años, mayormente de clase media alta. A la mayoría de los
integrantes del canal de streaming les hace ruido esa generalización. Una vez
que estoy acá me digo que no es un prejuicio, es un dato. La enorme mayoría de
los asistentes están en esa área de los “analytics”. “Pendejos chetos”, dicen
algunos para simplificar toda esta data, pero me parece mucho. Luego, una vez
que empiece la función el mismo Trinche lo dirimirá: “aplaudan quienes me
conocen por Tik Tok. Aplaudan quienes me conocen porque escuchan el programa”. Mitad
y mitad.
Aún es temprano cuando dan sala así que, lejos de elegir los primeros lugares me voy, como anciano cabrón, a la última fila, a lo alto. Desde acá sigo haciendo mi propio análisis y veo que los asistentes comparten muchas cosas además de sus ganas de ver a Martín. Los jóvenes van llegando y mientras se acomodan ven que se conocen, se saludan, se sientan agrupados. Muy pocos vienen solos. A lo sumo vienen de a tres o de a dos cuando son parias. ¿Soy el único que vino solo? ¿Soy el único que vino con un canguro manchado y el mismo jogging con el que escribí mis notas durante la tarde del viernes? Quizá ser un reo me haga desentonar en todos lados. No voy a echarle la culpa a la elegancia de estos muchachos y muchachas llenos de colágeno natural en las pieles y gel en el frondoso cabello.
Cuando la sala se va llenando llegan los
especímenes raros como yo; dos señoras, una familia entera (papá, mamá,
hermano, hermana), un padre con su hijo adolescente, una pareja de adultos que
deben tener la edad de mis padres. Yo debí llegar a esa hora y sentarme en la
primera butaca que encontrara a mano. Pero no tendría estas postales y, a la
vez, no estaría, como ahora, esquivando gente que quiere ir a uno u otro lado
de la fila. Me senté en un lugar estratégicamente incómodo y la gente es
estratégicamente hincha pelotas. Especialmente mis vecinos.
A mi lado se sienta un muchacho con la que
presumo es su cita. Antes de que la función arranque ella decide que van a
cambiar lugares. La odio. Es una gorda sentada inmediatamente al lado de un
gordo que soy yo, ¿no estaba más cómoda al lado de esa butaca vacía que los
separa de una larga fila de desconocidos? Pues no. Aquí estoy acomodando el
tetris de rollos con la chica que, por cierto, no parará de hablar en todo el
rato. No le diré nada porque soy un caballero y un cobarde. No quiero generar
una instancia donde su Príncipe Azul parta de un golpe mi delicada osamenta.
Por fin las luces bajan, la música sube, una
canción habla de Maradona y aparece El Trinche. Los aplausos estallan y se
mezclan con el rumor de la gorda. Su show tiene una infraestructura simple de
stand up: dos micrófonos, un atril, una butaca, una botella de agua, un par de
textos, un cuerpo pequeño, muchos rulos, lentes gruesos y el humor rápido como
una ametralladora. Listo. Su talento se basa en la inteligencia con la que sabe
manejar al público. Pero hay que detallar algunas cosas.
Más allá del humor y su técnica, hay allí algo
que se tiene o no, algo que no es posible elaborar; carisma. El carisma es el
caballito de batalla más eficaz en la función. Por eso un diminuto joven que,
cuando usa la corporalidad en escena se asemeja a una caricatura de periódico
de los años 40’, se mete en el bolsillo dos funciones completas de personas que
se ríen pero que viven al filo de ser expuestas –si lo deseean, ya que sólo hay
interacción con quienes levantan la mano para responder sus preguntas- y
reciben toda clase de humor como
respuesta: soez, inteligente, crudo, negro, cruel, incómodo.Más de una vez
sabrá advertir “y se pone peor” ante un chiste que incomoda a quienes no caen
del todo en la referencia o que se ríen de forma discreta para quedarse con un
poco de “prudencia” frente al resto del público.
En su uso de la comicidad hay dos claves: maneja
humor para un público variado. Va desde los chistes más actuales, de coyuntura
básica, pasa por el uso de la sexualidad de una manera sutil hasta lo violento,
y trae una crueldad socarrona para los más exquisitos y forros. En él parecen
convivir varios genes. Por momentos está el Parakultural, en otros hay una
crueldad a lo Peña, luego la bizarrada del mejor Gasalla, la candiez de
Marshall, todo pasado por una trituradora que le puso una tonelada de
información millenial a su cerebro de centenial y lo convirtió en un Trinche.
Un humor kosher con la genialidad indiscutible que ha tenido la colectividad
para convertir cualquier situación en un gag temeroso. Su Dios no les otorgó
mesías ni demasiada suerte en el siglo XX. Pero los dotó de una inteligencia para
la alquimia humorística que se vuelve un arma que saben manejar con la mejor
maestría.
La segunda clave de su comicidad, o de sus
humores, es el bagaje. Criado, como él mismo cuenta, con hermanos más grandes,
habiendo transitado este oficio desde los quince años, su astucia parece venir
de otra época. Por eso a veces estamos ahí los treintañeros como yo. Por
momentos sus coetáneos pierden las referencias de sus chistes para que las
atrapemos los más grandes. Y eso es fundamental en su oficio. El Triche está un
ratito con cada uno. Es un anfitrión que va sacándose fotos cual quinceañera de
mesa en mesa sin que nadie se sienta por fuera. Un poco con los “pibardos”,
otro poco con los viejos, un ratito con los abuelos, otra vez con los más
jóvenes y así. Nadie queda excluido en su mitin y eso lo vuelve una aplanadora.
Es un arquero que ataja todos los penales. Cuando alguien interviene queriendo
robarle protagonismo se mete en el peor de los lugares, porque más notoria o
más sutilmente se le viene una lluvia de flechas que lo va a aniquilar. Y cada
flecha es bien elegida para el osado: un chiste tierno para unos veteranos o
una chica sincera, un insulto con acierto letal para un banana.
Así pasa una hora y algo sin que nadie se dé
cuenta. Cuando quiero acordar tengo esa sensación de que se acabó lo que se
daba y, en efecto, el anfitrión avisa que está llegando el final y, nuevamente,
como en el inicio, vuelve a su atril, al último de sus textos y cierra con ese
chiste que nos junta a todos en la foto familiar. Así es la cosa, todo el
tiempo estuvimos separados, unidos, separados, unidos, como en un mitin real de
pocas personas. Y al final nos vamos con la sensación de conocernos un poco,
como en esas grandes fiestas donde nos sospechamos parientes lejanos. El tío de
la hermana de una prima de la mejor amiga del Trinche.
Cuando la función termina, Martín avisa que en
quince minutos le sigue otra así que no podrá sacarse fotos con los asistentes
salvo que vuelvan a la hora de finalización de la segunda. Un detalle delicado.
Afuera el frío sigue haciendo su trabajo en
forma de viento bravo. Unos prenden un cigarrillo apurado, otros se van al
boliche, otros a cenar por ahí. Yo me quedo en la parada del ómnibus con otras
personas que comparten mi edad. Creo que están en la misma que yo y vinieron a
esto, a comprobar que El Trinche existe y que nos hace reír como en su versión
virtual. Pero aquí conocimos más secretos de los que entran en los segundos de
un reel. Yo quiero llegar a mi casa y escribir esta crónica.
El ómnibus pasa rápido. Nos masca todo el
camino.
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