"Entonces sopla el viento". Adrián Agosta. Elemento Disruptivo. 2019 |
Alguna vez escuché a Fernando Cabrera referirse
a Eduardo Darnauchans como alguien que había aparecido desde un inicio con una
obra sólida y madura. Los músicos, decía más o menos Cabrera, tienen un proceso
de crecimiento desde el primer disco hasta aquel que consagra el sello de su
obra, pero “Canción de muchacho” (1973), el primer disco del Darno, ya
presentaba la impronta de alguien que venía con mucho tiempo detrás. Darnauchans
había arrancado desde el inicio con la solidez de años de técnica y trabajo.
Tomando las palabras que seguramente le inventé
a Cabrera para robárselas ahora, digo que algo similar ocurre con “Entonces
sopla el viento” (Elemento Disruptivo. 2019), el primer libro de Adrian Agosta,
salido a la calle hace un par de semanas atrás.
En la poética de Agosta se percibe la esgrima
cuidadosa del verso, el cultivo minucioso de la poesía, una técnica compositiva
que realmente resulta deslumbrante. No hay, desde el demoledor inicio del
libro, hasta su último verso, una extrañeza, una palabra, un verso, un punto
que parezca estar ahí como un intruso.
La poesía no es siempre medible en términos
lógicos, el poeta no siempre es dueño absoluto de las criaturas que le pueblan
los libros. Sin embargo, este Frankenstein porteño controla cada una de las
piezas que forman su obra, le da su nombre, sabe para qué y por qué cada una de
las piezas ha sido movida.
Entre la muerte de la niñez y el tránsito
agónico por la adolescencia, sin que se pierdan las monedas de sol que tira el
barrio para dar algún poco de amarillo al asombro gris de ir creciendo, el “yo”
joven del libro va y viene de un episodio a otro, de un desencuentro a una
perplejidad. Así, entonces, se vislumbra una esencia derrotista e íntima que no
pierde oportunidad de asomar la cabeza para ver qué tal está el mundo, tratando
de salir lo menos posibles de los bordes alucinados del barrio, de una
habitación o de una cama.
“Todo
comienza por algo pequeño./ Un compañero de colegio/ en primer grado me dijo
estúpido/ y con eso construí mi casa”. Con
este primer poema de cuatro versos arranca la carrera en la que nos
encontraremos con formas diferentes de la destrucción de la niñez, se trata de
la refundación de un concepto íntimo de patria. Tomando aquello re manido de
que la verdadera patria es la infancia, decimos que la patria de “Entonces
sopla el viento” es la misma patria de Quevedo en el soneto aquel que comienza
diciendo “Miré los muros de la patria mía”. Agosta propone el velatorio de su
propio yo en diferente etapas, aparece aquello que dañó y aquello que significó
la idea de una esperanza. Entonces todo se reduce a lo “barbárico” dice uno de los poemas, agregando que “cuando cogí por primera vez/ también pensé
una cosa así”, y el sexo extrañado es la muerte de lo inocente donde “el amor/ de cartas, chupetines y esquinas/
terminó en algo íntimo y carnal/ que me dio asco”. El pasado se va cayendo,
aparece sobrevolando la idea de un ubi
sunt casi tan brutal y desesperado como manchado de cierta ternura o esperanza.
Los poemas muestran una razón al rojo vivo, o bien una forma medida de la
pasión: “y al regresar a casa/ si es que
regresamos/ ciertamente/ no encontramos otra cosa/ que escombros”.
De alguna manera, en la ausencia se encuentra
también lo ideal. A lo largo del libro aquello que falta, que es inexistente,
que se fue, es lo perfecto. La poesía es hija, entonces, de la ausencia, lo que
no aparece es lo que obliga a una voz a cantar. El poeta crea, de a poco,
mientras uno atraviesa los versos, una catedral de fantasmas. Aquella casa de
la niñez hecha con la palabra “estúpido”, ahora, con el devenir del tiempo y el
presente o futuro cada vez más cercanos, se ha convertido en un espacio donde
cada ladrillo es una ausencia: “me
gustarías más si no te quedaras/ si te hubieras ido en el primer tren que pasó
(…) si fueras más lejano/ si fueras más parecido a lo que no está”, dice el
“yo” en el recuerdo de un difuso concepto amoroso y juvenil, del mismo modo en
que lo que está, existe también lo que ya fue: “aquello que se agita en el rincón/ soy yo/ hace quince años”.
De una forma poderosa se atraviesa el
barrio del vate, entre el desempeño poético de alguien que ha velado por la
fundación de un libro primero que reúne las características de un libro
llenísimo de pasado, de memoria. Adrian Agosta escribe “Entonces sopla el
viento” y no parece que estuviéramos ante un primer libro de un poeta joven,
sino más bien ante la cumbre de un trovador que conoce ya tanto el ir y venir
de la literatura que sus championes se le han vuelto veredas. El viento que
sopla en este libro funciona como un tifonazo que oxigena un poco el panorama
más pop de cierta poética del conurbano que se queda en lo meramente
descriptivo.
Aquí no hay meras anécdotas de oraciones
cortas, este libro es un poemario de venas rotas y boca firme, de lectura
emocionante alejada del sentimentalismo. La viudez con la que nos deja ese niño
muerto es el latido que hace brillar el joven adulto que va a apareciendo
gracias a un poeta que sabe que lo bello siempre guarda algo de nostalgia.
Leemos este libro como una película sincera, lo navegamos doliendo la partida
aunque melancólicamente, sabemos que llegaremos a un lugar mejor. La patria una
vez destruida será fundada de nuevo, para eso el poeta trabaja con fuerza cada
palabra y, como en una biblia hereje, también sopla el viento.
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